sábado, 3 de diciembre de 2016

El incendio. [21]


Se llevó las llaves y lo dejó encerrado, se jugó el todo por el todo.
Esperó hasta que fuera la hora adecuada, a eso de las 10:30 de la noche.
Lo dejó en compañía de buena música y su vaso lleno de ron con Coca-Cola.
Sabía que después de eso se iría a la cama, agotado, al fin y al cabo era viernes.

Esta fue la historia que me contó mi papá el día que nos fuimos a Orlando.
Es una de esas historias que no se olvidan; y estaba muy orgulloso de contarme sus travesuras de adolescente, le brillaban los ojos al hablar. No sé muy bien porqué me la contó en ese momento, quizá porque le tiene miedo al avión y ya tenía dos tragos entre pecho y espalda. Esta es la historia:

Cuando tenía quince años, se escapó en la camioneta del abuelo con su mejor amigo.
Su papá, es decir mi abuelo, era un señor, por aquella época, muy autoritario y amargado. Pocas veces se le veía sonreír y coleccionaba novias, una por mes. Vivía sólo, con la empleada, quien se iba los viernes por la tarde y regresaba el lunes. Así que los fines de semana se quedaba solo.

Mi abuela vivía en el mismo barrio; consiguió una casa cerca después del divorcio para que mi papá pudiera ir a visitar a su papá caminando, las veces que quisiera. Y mi papá, claro, se la pasaba en la unidad donde vivía el abuelo, buscando novias y travesuras. Así que los porteros de la residencia lo conocían bien y lo dejaban entrar y salir a voluntad. Esa noche, su amigo Gabriel había llegado por la tarde, como todos los viernes, con los yines “botatubo”, las botas Reebok, la camisa de chalis y el copete parado, listo para la batalla.

El abuelo no podía ver a Gabriel ni en pintura, decía que era un interesado. El disco que estaba sonando en el equipo terminó y mi papá le puso uno de Michael Jackson; sabía que lo escucharía tomándose su ron hasta quedarse dormido. Se despidió como si nada y cogió las llaves que colgaban en la cocina.

Empujaron la camioneta fuera del estacionamiento para que el ruido del motor no los delatara, se subieron y arrancaron. Salir de la unidad fue fácil, con las luces altas, ningún portero los iba a identificar y les abrieron la puerta como a cualquier vehículo. Era una Toyota con estacas de madera, verde oscura, con un motor potente y bastante ruidoso. En cuanto llegaron a la esquina, mi papá le “metió la chancleta” y salieron despavoridos por la avenida con el radio a todo volumen y las ventanas completamente abiertas.

Había que ir por las chicas e impresionarlas, hacerles creer que “papá me presta el carro”, y había que hacerlo rápido porque vivían al otro extremo de la ciudad. Invitarlas a tomar algo a la zona rosa y regresar antes de medianoche como la cenicienta. Se subieron a la camioneta sin hacerse rogar, gasolineras que son a esa edad, me decía mi papá.                                  

Gabriel era la clase de amigo que siempre tomaba la delantera con las mujeres, y al llevarlas de regreso, los cuatro sentados en la única silla de la camioneta, mi papá no soportó que Gabriel se fuera “chupando trompa”  durante todo el camino.
Para arruinarle el momento, pasó sin frenar por dos policías acostados y la camioneta saltó por los aires como en la publicidad. Todos gritaron, no porque Gabriel se hubiera mordido los labios con la amiga, sino porque se pegaron contra el techo antes de darse cuenta que salían llamas del motor.

Se bajaron a toda prisa, abrieron el capó e intentaron apagar el incendio. Por suerte un taxista paró con el llamado de las niñas y pudo ayudarlos a identificar la causa del humo. La batería se había desprendido con los sobresaltos y al caer había hecho un corto. El motor volvió a prender, reacomodaron la batería con la misma piola que tenía, le dieron una propina al taxista y se fueron a dejar a las chicas a la casa.

Regresaron a baja velocidad para que no volviera a ocurrir, evitando todos los huecos y manejando con cuidado. Al día siguiente se iban de paseo mi papá y mi abuelo. Se montaron a la camioneta, como si nada hubiera pasado, y al pasar el primer policía acostado, se escuchó un ruido fuerte en el motor, como si algo hubiera caído.

El abuelo se bajó a revisar y dijo que se le había olvidado por completo que la batería se había soltado regresando del trabajo y que le había tocado amarrarla de cualquier manera con una pita. Acomodó todo, se subió a la camioneta y se fueron. Nunca se enteró de nada.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario